temer de él.
En tomando esta resolución, mi ayo y mi nodriza se separaron. Yo
volví al cerrar el postigo, y, al ver
que mi ayo se disponía a entrar de nuevo, me recosté en mis almohadones,
pero zumbándome los oídos a
causa de lo que acababa de oír. Pocos segundos después mi ayo
entreabrió la puerta y, al verme recostado
en los almohadones, volvió a cerrarla poquito al poco en la creencia
de que yo estaba adormecido. Apenas
cerrada la puerta, volví a levantarme, y, prestando oído atento,
oí como se alejaba el rumor de las pisadas.
Luego me volví a mi postigo, y vi salir a mi ayo y a mi nodriza, que
me dejaron solo. Entonces, y sin to-
marme siquiera la molestia de atravesar el vestíbulo, salté por
la ventana, me acerqué apresuradamente al
pozo, y, como mi ayo, me asomé a él y vi algo blanquecino y luminoso
que temblequeaba en los trémulos
círculos de la verdosa agua. Aquel brillante disco me fascinaba y me
atraía; mis ojos estaban fijos, y mi
respiración era jadeante; el pozo me aspiraba con su ancha boca, y su
helado aliento, y me parecía leer allá
en el fondo del agua, caracteres de fuego trazados en el papel que había
tocado la reina. Entonces, incons-
cientemente, animado por uno de esos arranques instintivos que nos empujan a
las pendientes fatales, até
una de las extremidades de la cuerda al hierro del pozo, dejé colgar
hasta flor de agua el cubo, cuidando de
no tocar el papel, que empezaba a tomar un color verdoso, prueba evidente de
que iba sumergiéndose, y
tomando un pedazo de lienzo mojado para no lastimarme las manos, me deslicé
al abismo. Al verme sus-
pendido encima de aquella agua sombría, y al notar que el cielo iba achicándose
encima de mi cabeza, se
apoderó de mí el vértigo y se me erizaron los cabellos;
pero mi voluntad fue superior a mi terror y a mi
malestar. Así llegué hasta el agua y, sosteniéndome con
una mano, me zambullí resueltamente en ella y
tomé el precioso papel, que se partió en dos entre mis dedos.
Ya en mi poder la carta, la escondí en mi pe-
chera, y ora haciendo fuerza con los pies en las paredes del pozo, era sosteniéndome
con las manos, vigoro-
so, ágil, y sobre todo apresurado, llegué al brocal, que quedó
completamente mojado con el agua que cho-
rreaba de la parte inferior de mi cuerpo. Una vez fuera del pozo con mi botín,
me fui á lo último del huerto,
con la intención de refugiarme en una especie de bosquecillo que allí
había, pero no bien senté la planta en
mi escondrijo, sonó la campana de la puerta de entrada. Acababa de regresar
mi ayo. Entonces calculé que
me quedaban diez minutos antes que aquél pudiese dar conmigo, si, adivinando,
dónde estaba yo, venía
directamente a mí, y veinte si se tomaba la molestia de buscarme, lo
cual era más que suficiente para que
yo pudiese leer la preciosa carta, de la que me apresuré a juntar los
fragmentos. Los caracteres empezaban a
borrarse, pero a pesar de ello conseguí descifrarlos.
--¿Qué decía la carta aquella, monseñor? --preguntó
Aramis vivamente interesado.
--Lo bastante para darme a entender que mi ayo era noble, y que mi nodriza,
si bien no dama de alto
vuelo, era más que una sirvienta; y, por último, que mi cuna era
ilustre, toda vez que la reina Ana de Aus-
tria y el primer ministro Mazarino me recomendaban de tan eficaz manera.
--¿Y qué sucedió? --preguntó Herblay, al ver que
el cautivo se callaba, por la emoción.
--Lo que sucedió fue que el obrero llamado por mi ayo no encontró
nada en el pozo, por más que buscó;
que mi ayo advirtió que el brocal estaba mojado, que yo no me sequé
lo bastante al sol; que mi nodriza re-
paró que mis ropas estaban húmedas, y, por último, que
el fresco del agua y la conmoción que me causó el
descubrimiento, me dieron un calenturón tremendo seguido de un delirio,
durante el cual todo lo dije, de
modo que, guiado por mis propias palabras, mi ayo encontró bajo mi cabecera
los dos fragmentos de la
carta escrita por la reina.
--¡Ah! ahora comprendo, --exclamó Aramis.
--Desde aquel instante no puedo hablar sino por conjeturas. Es indudable que
mi pobre ayo y mi desven-
turada nodriza, no atreviéndose a guardar el secreto de lo que pasó,
se lo escribie ron a la reina, enviándole
al mismo tiempo los pedazos de la carta.
--Después de lo cual os arrestaron y os trasladaron a la Bastilla.
--Ya lo veis.
--Y vuestros servidores desaparecieron.
--¡Ay sí.
--Dejemos a los muertos, --dijo el obispo de Vannes, --y veamos qué puede
hacerse con el vivo. ¿No
me habéis dicho que estabais resignado?
--Y os lo repito.
--¿Sin que os importe la libertad?
--Sí.
--¿Y que nada ambicionabais ni deseabais? ¡Qué! ¿os
callais?
--Ya he hablado más que suficiente, --respondió el preso. --Ahora
os toca a vos. Estoy fatigado.
--Voy a obedeceros, --repuso Aramis. Se recogió mientras su fisonomía
tomaba una expresión de so-
lemnidad profunda. Se veía que había llegado al punto culminante
del papel que fuera a representar en la